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Petare huele y sabe a la Costa Caribe

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Alguien dijo que Barranquilla era una ciudad que se “despertaba absurdamente temprano”, a 862 kilómetros de distancia, el Gran Caracas se “para” necesariamente muy temprano. De las seis zonas que lo conforman se disparan desde las tres y media de la mañana caravanas de vehículos, y de los cerros caen chorros de gente hasta el valle del río Guaira. De sus casi ocho millones de habitantes, más de un millón y medio viven en Petare, y de esa cifra, más de la mitad son colombianos o de origen colombiano, que son una parte del ‘aguerrido’ pueblo trabajador que lucha contra el tráfico, las distancias y las condiciones sociales de la sexta ciudad más poblada del continente y una de las cinco más violentas del mundo.

Entre las calles de Petare late lo más popular del territorio latinoamericano. Cientos, miles de ranchos de ladrillo rojo pegados con sueños que escalan buscando el cielo. El collage de esas ‘casas’, maravillosas obras de ingeniería criolla que retan grotescamente cualquier regla de la física, son conocidas como ‘chabolas’. La unión de cientos de ‘chabolas’ conforman los barrios, un eufemismo para referirse a los sectores más humildes y peligrosos de Caracas. En total Petare tiene 2 mil barrios.

Capital de la colombianidad. Si imagináramos geográficamente que Caracas es una banana split, Petare sería en el plato dos bolas gigantes de helado de mora. Para moverse desde la base hasta la punta del ‘helado’ hay que transitar por callejones de escalinatas interminables. Quien lo creyera, en ese laberinto de escalones que van a todas partes predomina el acento colombiano y mayoritariamente el costeño. Según datos no oficiales, en Petare se concentra el mayor número de colombianos agrupados en el exterior. La primera generación llegó hace más de 30 años, con la esperanza de cumplir económicamente lo que la poca demanda de empleados no les permitiría lograr en Colombia.

Panorámica Petare.

Maira Pérez, 47 años, es una de ellos. Nació en Campo de la Cruz, pero hace 22 diciembres que vive allí. Llegó con el novio a cuestas, un maletín vacío y la esperanza de poder llenarlo alguna vez. Como la mayoría de los compatriotas, vinieron con muy poca o ninguna formación profesional, de ahí que se sigan dedicando a oficios menores. Ella, por ejemplo, trabaja en mantenimiento y limpieza de una de las más grandes empresas de publicidad de la ciudad, propiedad precisamente de un joven colombiano. El esposo de Maira, como la mayoría de los hombres colombianos que residen en Petare, se dedica a trabajos en el área de la construcción. Son la mano obrera de la industria en Caracas, tienen magnificas referencias por la calidad de sus acabados y el cumplimiento de las tareas.

Yamira Paez camina junto a su paisana Maira, aterrizó en Caracas en 1975, cuando todavía la fortaleza del Bolívar le permitía subsidiar la vida de su familia en su natal Campo de la Cruz. Ahora las cosas han cambiado, el Bolívar se desplomó gradualmente hasta quedar por debajo del peso colombiano. Épocas pasadas, en que los colombianos eran esperados con calles de honor en sus pueblos y los sobrinos descargaban del bus maletines viajeros llenos de regalos y comida.

Yamira trabaja en casa de familia, sector donde las mujeres colombianas son apetecidas por su sazón al cocinar y su buen trato con los niños. Aunque “la ‘arepa’ se ha puesto dura”, como todo buen colombiano se las ingenia para generar ingresos adicionales y cada cierto tiempo viaja a Colombia a realizar negocios. Sumando todo alcanza a ‘facturar’ alrededor de cinco millones de bolívares, aproximadamente un millón trescientos mil pesos.

Como Maira y Yamira, las campocrucenses, en Petare también hay grandes colonias de gente de los municipios atlanticenses de Manatí, Sabanalarga, Repelón y Luruaco, entre otros. Y numerosas familias provenientes de Cartagena, Santa Marta y Valledupar. En los últimos años la desbandada paisa también llegó a los cerros y ya son dueños de algunos negocios y las tiendas.

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En barrios como Cascauita, San Blas, Turumo, La Parrilla, La Alcabala, San José, Valle Alto, Maca y Barrio Bolívar, entre otros, se vende bocachico frito con arroz con coco, hay puestos de bollos de mazorca y yuca, y los hombres juegan dominó en las puertas de las casas los fines de semana y toman cerveza con el coro de Diomedez Díaz de fondo, por que “al hombre que trabaja y bebe déjenlo vivir tranquilo”.

Se han ido acostumbrando a vivir ahí. La mayoría llevan décadas construyendo sus casas. Es una zona difícil con una alta tasa de homicidios y con los mismos problemas de sus similares latinoamericanos, llámense favelas de Río de Janeiro o comunas en Medellín.

Con la llegada de la Revolución Socialista de Hugo Chávez muchos de esos colombianos se han puesto la camiseta roja de los bolivarianos y reciben los subsidios de ese Gobierno. Algunos de la segunda y tercera generación ya han ido y van a la universidad, pero mucha de la gente sigue con la dinámica de vida que trajeron de sus pueblos. Son jornaleros que viven de semana en semana: trabajan, cobran, pagan la comida, beben, juegan dominó y toman cerveza para pasar la nostalgia. Mientras tanto sus expresiones faciales se han ido endureciendo, es la única forma de sobrevivir en esta aldea ruda llamada Petare. La experiencia diaria y los juicios generalizados del resto de los caraqueños los sigue aislando. Solo viejas camionetas cuatro por cuatro y motos que truenan suben los empinados callejones. Las paredes rojas lucen húmedas bajo una costra café. Y este ‘helado’ explosivo llamado Petare se sigue rellenado con disímiles sabores, y se sigue despertando muy temprano cada mañana para chorrearse sobre Caracas, gústele o no le guste.

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