Miguel Iriarte, nuevo director de la Fundación La Cueva, en Barranquilla, habló sobre su vida, sus poemas salvados de la hoguera y los planes que tiene para que el espíritu del Grupo de Barranquilla se mantenga vigente.
Cuando el joven Migue se despidió de su familia para ir a estudiar a la universidad en Barranquilla en 1976, a cambio de sermones contra los peligros a los que se podía enfrentar, su padre solo le hizo una advertencia: “No olvides estudiar clarinete”. Casi cinco décadas después, ahora como director de la Fundación La Cueva, la frase todavía le revolotea en la cabeza a Miguel Iriarte Díazgranados como un misterio extraordinario que lo reta tanto como su nuevo cargo.
Fernando ‘Nando’ Iriarte, el padre, además de marino de la Marina Mercante Grancolombiana, fue compositor y alumno de Adolfo Mejía, el músico más importante de espíritu nacionalista que tuvo el país. Gracias a eso, el pupilo se hizo músico de la Armada en Cartagena y luego en Barranquilla. Siempre tocó el bombardino y después fue director de coros. Un amante de la décima y de la poesía española. Compuso tanto el himno oficial de Sincé, como un himno pagano llamado Soy sinceano. En el patio de la casa de la cultura del municipio hay un busto de Nando como homenaje. La madre, Antonia Díazgranados, también amante de la poesía, solía acompañar las interpretaciones del padre usando un típico traje español. Así nació y vivió Miguel en Sincé, Sucre, teniendo una breve estadía en Barranquilla, en medio de una familia ligada a la música.
Creció haciendo competencia de silbidos. Su padre improvisaba algo y él respondía con un contracanto. “Nos seguíamos el juego”, evoca Miguel en su nueva oficina. En ese caldo de cultivo la cultura en general se convirtió en algo natural para él. Y con la misma naturalidad asumió desde hace un poco más de un mes la dirección de La Cueva, que más que una fundación es una especie de centro experimental de cultura que tiene como excusa y activo vital el legado de los miembros del conocido Grupo de Barranquilla.
¿Qué es y dónde nació La Cueva de Barranquilla?
Todo y todos siguen en el mismo lugar. La esquina de la carrera 43 con calle 59, en la que el periodista y político Alfonso Fuenmayor descubrió, en 1954, que una escondida tienda de barrio, de nombre El Vaivén, tenía potencial para convertirse en refugio y tertuliadero de su combo de amigos. Eduardo Vilá, el dueño del sitio, además de oficiar de tendero, era dentista de profesión y aficionado a la caza. Fue así como personajes de la cultura como Germán Vargas Cantillo, Alejandro Obregón, Nereo López, Cecilia Porras, Enrique Scopell, Álvaro Cepeda Samudio y el propio García Márquez, entre otros, comenzaron a compartir mesa y licores con miembros activos de los clubes de caza de la ciudad.
Al poco tiempo, con la ayuda de Cepeda Samudio y su posición de ejecutivo de la Cervecería Águila, la tienda terminó por mutar por completo a una especie de cantina, en donde no solo se patentaron borracheras y conversaciones célebres, sino que nacieron una decena de famosas anécdotas tan importantes para la historia de La Cueva como las obras de sus miembros. Allí, por ejemplo, fue donde, cuentan, Obregón se comió un saltamontes amaestrado, caminó de la mano de un gigante elefante de circo y uno de sus murales fue terminado con el pincelazo seco de dos disparos.
La tienda transformada en bar y cueva de confabulaciones fue cerrada en 1969. Y fue reabierta en 2004 gracias al trabajo y liderazgo de su director fundador, Heriberto Fiorillo, imaginero y creador de la Fundación La Cueva. Igual el sitio fue declarado Patrimonio Cultural de Colombia. Allí en la esquinera casona de Vilá nacieron y abrieron alas también su bar restaurante, el Carnaval Internacional de las Artes, con su versión infantil ¡Fantástico!, el Premio Nacional de Cuento La Cueva, el proyecto Cuentos de La Cueva por Colombia y el programa radial semanal La Cueva en el aire. Los que por sugerencia del mismo Fiorillo ahora son capitaneados por Iriarte, el hijo del músico y marinero de Sincé.
La improvisación como maestra
Si la memoria no le falla, debía tener 10 años cuando el niño Miguel vio a su padre escuchando embelesado una cosa que le impresionó, y se acercó a preguntarle. Con en el más criollo de los acentos, Fernando le dijo que era Duke Ellintong tocando en la catedral de San Patricio, con su orquesta y una masa coral negra, haciendo unos blues en una fecha memorable de los Estados Unidos. Las melodías y su explicación maravillosa amarraron su vida para siempre a la música y, sobre todo, al jazz.
Fue así como, cuando el padre reorganizó la Banda 8 de septiembre de Sincé, quiso que el hijo tocara ahí, pero su madrastra se opuso diciendo que ya era lo suficientemente loco y despistado para que entonces amaneciera en las corralejas con el clarinete en las manos. Después quiso ser marinero y dijo que peor idea. Luego vino el viaje definitivo.
Miguel llegó a Barranquilla con 40 poemas y, todavía, con el paquete de sensibilidad que le había quedado por la muerte prematura de su madre, ocurrida cuando él solo tenía 6 años. Instalado, se vio muy pocas veces con su padre, pero cada ocasión era aprovechada para compartir “unas tenidas de jazz”. En la ciudad se conectó con el movimiento cultural local, primero como consumidor de exposiciones, asistente al cine club y asiduo del famoso Concierto del Mes, organizado por el profesor Alberto Assa, en el teatro Amira De la Rosa. Además, creó, junto a sus amigos Álvaro Suescún y Joaquín Mattos, el programa radial Canción de la vida profunda. También participaba de espacios como la Tertulia del Gallo Capón y colaboraba en el suplemento literario Intermedio, del Diario del Caribe.
Trabajó en un juzgado. Por amor fue profesor de un colegio bilingüe. Hizo carrera como creativo de una agencia de publicidad produciendo textos, primero, y luego escribiendo comerciales y documentales, donde la “poesía lo salvo de ese infierno”. Fue jefe de prensa de la Alcaldía de Barranquilla; y luego creador y jefe del Instituto de Distrital de Cultura. Hasta que, en 1996, en medio de un encuentro de poetas en Nueva York, se enteró de que había sido nombrado director de la Biblioteca Piloto del Caribe. Estuvo en el cargo hasta hace unos días, cuando –como él mismo dice– “su vuelo largo tuvo que aterrizar de emergencia en la esquina de La Cueva”, tras la renuncia de su predecesora Carolina Ethel.
¿Por qué Miguel Iriarte quemó sus poemas?
Miguel es también un poeta de renombre, así como uno de los creadores del Festival Internacional de poesía Poemarío. Otra secreta anécdota marcó su debut en el mundo editorial. Un día de lectura profunda de algunos de sus poemas y luego de compararlos con varios de sus autores de cabecera, como Ezra Pound, T. S. Elliot, Borges, Stevens, Paz y otros, llegó a la conclusión de que sus textos no merecían más que el olvido. Así que en la azotea de su apartamento de entonces usó los restos de brea abandonados en un balde para quemarlos. Pero en medio del ardor de la pira, un arrepentimiento súbito hizo que intentara sacar las hojas. El piromaníaco saldo dejó solo cinco poemas a medio chamuscar y los otros 35 quedaron calcinados bajo el sol de Barranquilla.
El hecho irrelevante, sin embargo, cobró sus verdaderas dimensiones cuando 15 días después recibió la llamada telefónica del maestro Germán Vargas para decirle que tenía agendada una reunión con la junta de la Editorial Guberek –liderada por reconocidos escritores como Darío Jaramillo, Pedro Gómez Valderrama, Daniel Samper y otros– y quería poner a consideración su libro de poemas. Hablaba del texto titulado Doy mi palabra, con el que Iriarte había obtenido el tercer puesto del Premio de poesía Héctor Rojas Herazo. Y al que Vargas había hecho elogiosos comentarios en ocho de sus columnas del Diario del Caribe insistiendo en que debía ser publicado.
El silencio fue la respuesta inicial de Iriarte a la propuesta de Vargas. Pero ante la emoción del maestro no le quedó más remedio que decirle que sí. Entonces, jalando del hilo de la memoria, con los cinco poemas a medio salvar como inspiración, más tres nuevos que tenía pensado incluir en un posible segundo libro, Iriarte tuvo que intentar reconstruir los versos quemados. Así llegó a organizar 24 poemas, número que consideró simple y sin fuerza, por lo que decidió sumarle al paquete un viejo texto, considerado por él mismo como “ahuevado” y “bobalicón”, llamado El poema del amor definitivo (el mismo que con el tiempo se ha convertido en uno de sus textos más populares). Así en 1985, salió de la imprenta su primera obra literaria.
En 1982 había terminado sus estudios universitarios, pero se graduó también solo en 1985 porque fue cuando pudo obtener su libreta militar. Licenciado en Filología de la Universidad del Atlántico, luego con estudios de especialización en Gerencia y Gestión Cultural y maestría en Comunicación. Antes de llegar a tiempo completo a La Cueva, Miguel realizó durante años actividades en conjunto con Fiorillo, por eso dice que él ya quería La Cueva desde hace rato y se siente cómodo, pero desafiado por los retos que se plantean. No dudó un momento en asumir la dirección, lo vio como una forma de capitalizar tantos años de experiencia. “Un reto que está incorporado en mis afectos. Lo que yo he hecho toda mi vida. Y, además, con un restaurante. ¡Con lo que a mí me gusta comer!”, se carcajea con confianza.
Entre líneas, el nuevo director responde a aquellos que dudan del valor de La Cueva, teniendo como excusa la posible inexactitud de sus hechos fundacionales. Dice que La Cueva es un tremendo capital cultural, porque es un experimento que Fiorillo creó a partir de una historia tan sensible, convirtiendo algo en aparente estado vegetativo en un referente, con unos programas que no son poca cosa y una experiencia excepcional, incluso si se miran dentro de la historia de la ciudad. Además, con un reconocido concurso de cuentos, un género que está en las entrañas del Grupo de Barranquilla y que ya acumula 11 ediciones y 10 antologías.
Y si se le insiste en el cuestionamiento, Iriarte se limita a responder que existen todas la evidencias posibles, reales y ficticias, de que al Grupo de Barranquilla solo se le puede acusar de ser la semilla de la literatura más reconocida de Colombia, capaz de establecer la inexactitud y la fabulación como prurito y como valor. “Aquí estuvo y aquí está”, reitera.
¿Cuál es el proyecto bandera de La Cueva?
El proyecto bandera de la Fundación La Cueva es el Carnaval Internacional de las Artes. Un espacio difícil de categorizar o definir, pero capaz de mezclar en escena manifestaciones muy disímiles y, aparentemente, incongruentes. Siendo así fiel heredero del espíritu innato del lugar y sus alternativos creadores. Encuentros en donde el gran universo caribe sirve de envoltorio para sesiones musicales, conversaciones literarias, performances únicos, experimentos artísticos, bailes arrebatados, laboratorios gastronómicos y mucho más se mezcla con la simple excusa de proponer la reflexión como espectáculo.
Esta vez el evento, que suele realizarse a comienzos de año, días antes del Carnaval de Barranquilla, tendrá una edición especial entre el 20 y el 23 de abril, como una forma de integrarse a la celebración de los 210 años de Barranquilla y adobado con la fiesta del lenguaje como ingrediente complementario.
En la conversación con CAMBIO, Iriarte prefiere ser prudente respecto de la lista de invitados y a la nómina de personajes de esta próxima edición, pero asegura que será un encuentro de gente, cuentos y sabores de Barranquilla y el gran Caribe, con cuatro líneas principales: música, literatura y periodismo, investigación y pensamiento y cine y audiovisuales. Entre las sorpresas, adelanta, hay una gran serenata a Barranquilla.
¿Y el clarinete?, surge de repente la pregunta. Miguel cuenta que, en 1995, cuando era director del Instituto de Cultura, su padre murió. La noticia lo tomó solo en su oficina del centro de Barranquilla. La misma en la que luego un viejo amigo se presentó a venderle un maletín misterioso con un clarinete adentro, de ébano y de la Casa Martín Freres, con el que, desde ese momento, cada cierto día intenta cumplirle la orden al viejo Fernando, como un chiquillo que batalla con una asignatura pendiente.
Así, casi 60 años después, en la esquina de la tienda de Vilá, todo sigue quedando en familia. Iriarte da su palabra de compromiso hacer lo posible para que la experiencia siga, sin la mínima intención de refundar nada, sino sosteniendo las ideas fuertes para engrandecerlas. Y como reza una de las frases célebres del grupo, todavía “en este lugar nadie tiene la razón”. Por algo, cuentan, que en la última visita, con 80 años de edad, al entrar a La Cueva y ver la foto gigante de Fuenmayor, lo único que Gabo, el más celebre de los miembros del grupo, atinó a decir fue “ve, papá”.