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La paja que hace arder a John Better

John-Better
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Better arde. Pero el humo que sale de su boca es solo el producto del cuarto cigarrillo consumido durante este diálogo. El verdadero fuego está más adentro, tan prendido en sus venas que le hace explotar las palabras y sudar su cuerpo, incluso en medio de una tarde fría en Bogotá. De su boca se asoma un manojo de paja hecho frases, atizado con el más potente combustible del amor y el odio, mezclados en proporciones variables.

Mientras trabaja en el final de Limbo, el que será su nuevo libro, John Better (Barranquilla, 1978) habló con nosotros sobre su vida, su obra y, especialmente, de las claves de A la cas(z)a del chico espantapájaros (Editorial Planeta, 2016), su primera novela, un libro que escribió por partes, un aparente caos que se va armando hasta que triunfa la unidad, “como quien arma un cubo rubik”.

Las mujeres y la casa

Al ser hijo único durante ocho años, Better creció siendo una especie de inquisidor, el único varón entre un séquito de mujeres conformado por madre, tías y primas, que lo adoraron hasta el hastío. Esa niñez en la vieja casona familiar del tradicional barrio Las Nieves, de Barranquilla, marcó su vida y abrió ventanas hacia otros mundos, sobre todo al de literatura.

Era dueño de un mundo alucinante, como diría el cubano Reinaldo Arenas. Me enamoré de las cosas, de los instantes, de esa casa donde vivíamos siempre bajo la superstición, donde siempre había algo a punto de suceder. En ese lugar aprendí a encontrarme, no a mí mismo, sino a desentrañar todo aquello que me producía misterio, por eso me la pasaba en el patio gigante cavando la tierra, buscando algo, cosas que me pudieran calmar esa sed que tenía desde pequeño, ese interés por descubrir el mundo y ese misterio que me agobiaba”, cuenta Better cuando le preguntamos por sus primeras búsquedas, que están muy presentes en la novela.

Mi madre es una mujer súperprotectora, que me encerró en un corral emocional del que todavía, aún en la distancia, no logro deshacerme. Supongo que es algo malo, porque según los sicólogos y la sabiduría popular soy un hombre que no tiene la seguridad necesaria para poder moverse en el mundo.

Gracias a ese ambiente familiar siempre se ha sentido más cómodo con las mujeres que con los hombres y la figura femenina es preponderante en sus textos. De los varones se ha quedado siempre solo con el amor y el sexo, hasta ahí.

Con ellas encuentro una seguridad e historias. Tengo un recuerdo indeleble, que no conté en la novela por no herir susceptibilidades familiares: estaba muy pequeño, los baños en esas casas del barrio Las Nieves no quedaban dentro sino afuera en un patio, ahí tengo una imagen de una prima, preciosa, blanca, con el cabello rubio y unas piernas frondosas. Un día salgo al patio, la veo bañándose y entre sus piernas una gran mancha de sangre saliendo. Yo no sé si tenía consciencia de que era gay, tenía 7 u 8 años, y me quedó la imagen de que las mujeres tenían entre las piernas una gran herida, algo que no podía ser tocado por que ibas a lastimarlo. A partir de ahí yo creo se empieza a formar mi mundo literario, a partir de ella”, relata Better.

-¿Hablando de ese dominio femenino en tu vida, cómo influye en tu obra? 
-“Mi madre es una mujer súperprotectora, que me encerró en un corral emocional del que todavía, aún en la distancia, no logro deshacerme. Supongo que es algo malo, porque según los sicólogos y la sabiduría popular soy un hombre que no tiene la seguridad necesaria para poder moverse en el mundo. Al igual con mi abuela, trataron de encapsularme y cuando quise reventarlo no pude en ese instante. Y la literatura me ha permitido ser un poco violento y salirme de ese territorio de cuidado, porque para mi madre, aunque tengo casi 40 años, para ella tengo solo 10. Siempre me está diciendo ‘vuelve, esta es tu casa’, es una relación de amor y odio, muy enfermiza, y la novela está permeada por ese gran amor de esas mujeres. Ella cuando leyó el libro me recriminó demasiado, me dijo que la expuse, que no tuve misericordia, pero tenía que hacerlo para romper eso que te estoy diciendo, no sé si es tarde, pero me siento bien”.

-¿En algún momento has sentido que, como Sandy, uno de los tres personajes principales, eras un soñador dentro de una despreciable y mezquina ciudad tropical? 

-“Cuando leí Erase una vez el amor pero tuve que matarlo, de mi amado compadre Efraím Medina, a quien debo mucho y quiero demasiado, vi en sus personajes esa desazón de no pertenecer a un espacio. Sandy es la representación de esa mujer amada, yo he amado mujeres, soy gay pero he estado con mujeres y por mi vida han pasado un par que la han marcado de forma contundente, entre ellas Marilyn Martínez y Tania Rendón. La primera una gran amiga, digamos que ella es el 80 por ciento de Sandy, el otro 20 puede ser Tania, aunque ella aparece luego, también que fue mi mujer durante un tiempo. Entonces, fíjate, ambas emigraron, se largaron, una a Berlín y la otra a Leipzig, porque no podían estar aquí, son criaturas maravillosas que esta geografía pudo haber limitado a ser unas malditas amas de casa, y ahora son mujeres libres, ellas representan a esa Sandy que hace girar el globo terráqueo en la novela buscando esos lugares donde se podría sentir mejor, querían ser otra cosa, irse y lograron hacerlo, yo todavía no”.

-¿Es real la historia de tu encuentro con la revistas porno de tú mamá que cuentas en la novela? 
-“Es un golpe, una fractura, cuando yo descubro en el escaparate unas revistas pornográficas de nombre ‘Suecas’, el título estaba construido por cuerpos femeninos moldeados. Cuando las descubro comienzo a tener erecciones heterosexuales, porque lo que había eran cuerpos de hombres y mujeres, unas rubias preciosas, con escenas en piscinas, lugares llenos de azul. Entonces me preguntaba por qué mi madre tenía estas revistas, en esa época vivía con Pablo Márquez mi padre, que bien debería llevar yo ese apellido, porque quien me dio este apellido horroroso de chiste –Better– fue mi padre biológico. Yo no entendía que mi padre tenía otra familia, entonces encontrar estas revistas de mi madre, una mujer tan hermosa y bella, me sentía erotizado pero no de forma sexual explicita, y me dio algo en la mente que no pude borrar”.

-Es justo cuando sucede esa experiencia con las ‘Suecas’ que aparece la paja por primera vez en el libro, como si las lecturas de Greg, su inquietud por las palabras, le dieran esa posibilidad de ser del chico espantapájaros… 
– “Yo sentía cosas de un chico común y corriente, tenía unos vecinos, Graciela y Dolcey, y estaba enamorado de ambos, ambos eran hermosos y con ambos me besaba, en ese instante no sabía con quién lo disfrutaba más. Sobre la paja hay una escena muy diciente donde la mamá le mete la mano en la cabeza a Greg y se la muestra. La paja es el designio, de decir lo que digo, es lo que me toca y me tocará contarlo, para lo que no pasó mucho tiempo, porque a los 14 años que me gradúo de bachiller ya tenía como 10 ó 15 cuadernos llenos de poemas y de historias que había vivido”.

-Las visiones son constantes en el libro, de hecho, sin ellas muchos de los actos de los protagonistas serían muy difíciles de entender. ¿Ese recurso fue algo premeditado? 

-“Mi madre durante su infancia sufrió de crisis nerviosas terribles, le daban medicamentos que traían de fuera del país y yo heredé ese miedo. A parte que su embarazo fue una cosa muy traumática, porque mi padre era un hombre que tenía ya una mujer, la que amenazó a mi madre con matarla, una vez la enfrentó y le dijo que le ‘iba a sacar el saco de huesos que tienes en la barriga’, era yo, que asimilé esa violencia. Sucedía algo muy curioso, cuando niño no se apagaba la luz porque entraba en shock, entonces mi madre se dormía y teníamos una pared que se me convertía en un telón cinematográfico en el que pasaban todas las pesadillas más terribles y ahí están documentadas en el libro. Hay un personaje que se llama Umco, aparece cuando Greg pasa las emisoras, era un monstruo que yo veía en la pared reflejado, terrorífico y me quedaba paralizado viéndolo, eso sucedió. Ahora con la novela que estoy haciendo (Limbo), si ser autobiográfico, cuento mucho de eso”.

-¿Qué cosa es lo que une realmente a estos personajes tan diferentes de A la cas(z)a…? 

-“La soledad, son como huérfanos todos. A WC Boy le han matado a los padres; Sandy se identifica con su madre, no con su padre que es un vendedor de verduras; y para Greg su madre lo fue todo. Hay una fricción entre Sandy y WC por el amor de Greg, cosa que sucedió en la realidad, un momento en mí adolescencia tuve una relación con un chico que era novio de una amiga, traté de reconstruir un poco eso. Llegan a quererse tanto que se dan cuenta que no pueden seguir juntos, porque cuando más amas alguien de verdad tienes que dejarlo ir”.

-Hablemos del personaje Greg y de ti, ¿cuánto hay de cada uno en el otro? 

-“Greg es como un sinónimo de Gregorio Samsa, de La Metamorfosis. En cierto modo él también se sintió como un insecto en medio de un mundo que quizás no le tocó nacer, inconforme desde siempre. Él es mi alter ego, creyó que podría ser un emperador o un rey, y tuvo que ser el emperador de su miseria y narrarla. Yo no he releído más la novela porque me hace mucho daño. Él le expone al mundo de una manera tan valiente que yo no lo podría hacer, por eso le digo a mi mamá que no llore que el que está contando la historia es el personaje y no soy yo el que dice esas cosas. Ella dice que sí que soy, pero yo le digo que puedo ser más cruel”.

-Hablemos del cuadro de La niña de la espina y el de los perros que juegan al póker, solo como un ejemplo de múltiples objetos de una estética especial que aparecen con gran significado en la historia. 

-“Tuve una tía abuela fabulosa, María Ramos, que vivía cerca en el barrio, en una casa inmensa y fabulosa, con un patio enorme con ciruelos, anones y guanábanas, era el lugar donde era también un poco feliz. Mi tía tenía un cuadro de una bailarina que se creía era de mala suerte y tenía el de la niña de la espina que me creaba mucha curiosidad. Yo me sentaba a mirar esa niña, me perdía del tiempo viéndolo. Un día le dije a mi mamá que ella tenía una espina en el pie y le debía doler, mi madre me decía que no, que ella no existía, yo preguntaba ‘como qué no existe’, yo deseaba quitarle ese dolor…”.

-Antes de terminar la frase, Better llora, con gotas gordas que caen sobre su camisa. Permanece en silencio dos minutos y retoma con el impulso que le da un nuevo cigarrillo 

“Yo entendí que no era la pintura sino que existíamos, que algunos nos pasaremos la vida desincrustándonos la espina. Quizás para mucha gente de esa generación haya pasado desapercibido ese tipo de imágenes, lo más paradójico es que lo descubres después, cuando eres niño no te preocupa. Luego creces, escribes eso y encuentras el significado de esas imágenes. Yo preguntaba porque alguien no llegaba y se lo quitaba y luego te das cuenta que la tienes tú clavada”.

-¿La ceremonia de la cera caliente en los ojos significa el fallido intento de proteger a Greg de malas energías? 

-“Eso sucedió. Yo hago la primera comunión el 8 de diciembre de 1985, fue un día espantoso, se supone que uno recibe el cuerpo de Cristo, pero para mí fue muy anómalo porque hubo un aguacero después de las tres de la tarde, el cielo se puso negrísimo, duró horas; nuestra vecina Graciela que era una niña que nunca creció, que tenía un cuerpo diminuto y una cabeza inmensa, como una calabaza, murió esa noche; y luego hubo una inundación en el patio, una gata parió y los gatitos flotaron en el agua. Mi mamá dijo qué pasa con el niño que recibió. Y mi abuela con sus creencias, primero prendió el cirio para espantar los malos espíritus. Mi mamá dice que no pasó, yo recuerdo que me cogieron y me acostaron y me echaron cera para que el mal de ojo no me alcanzara, pero creo que fue demasiado tarde”.

-El hombre sin pigmento parece ser la develación de otra experiencia personal. ¿Es tu representación de la figura paterna? 

“La ambigüedad del color es la mezcla de mi padre biológico y mi padre de crianza. Es un personaje misterioso que surgió de un cuento que está incluido en la novela (La subasta bizarra), lo que pasó es que yo escribí esta novela sin saber que lo estaba haciendo, escribía cosas y cosas, es como un cubo rubik que aparentemente es un desastre pero si te das cuenta es la más clásica del mundo”.

-A pesar de que la mayoría de la historia se desarrolla en el espacio urbano, se nota una marcada influencia de un mundo rural que llega a través de la madre, con ese conjunto de creencias y tradiciones. ¿Por qué es tan importante? 

“Vivíamos en una ciudad que era una provincia, en la casa criábamos gallinas y patos, las matábamos para comer. Y mis vecinos mataban cerdos, yo me asomaba en la pared y veía como los descuartizaban. Esas costumbres que se han perdido, eso ya no se vive en las ciudades. Para mí Las Nieves, en la década de 1980, era un barrio estancado en la memoria, una cosa que estaba aparte de todo lo que sucedía. Entonces el patio de la novela es también un homenaje a Héctor Rojas Herazo. Luego de mudarnos nos enteramos que la señora que vivió antes en la casa practicaba abortos, y la letrina clausurada terminó llena de neonatos metidos en frascos, por eso yo de niño sentía que algo me hablaba, algo me llamaba. Ya eso no pasa, la modernidad nos ha limitado a un patio de dos por tres, con paredillas inmensas, afortunadamente yo crecí en eso y me siento maravillado que eso ocurriera. Por eso ahora huyo de Barranquilla, porque es una ciudad sin paisaje y yo lo necesito para poder sentirme bien y para poder escribir”.

Cuando lancé mi libro Locas de felicidad, algún reseñista dijo que en Better se nota la tradición de los norteamericanos, sí, yo soy muy del diálogo, de las cosas inconclusas, porque la literatura tampoco tiene que crear nada, menos en esta modernidad, creo que tenemos que simplificar más, ser menos decorativos, yo soy muy decorativo, en ciertos aspectos, y ahora quiero ser un más directo sin tanto adorno.

-Escuchar voces es una constante de los personajes, algunos de forma explícita. Eso es muy místico y demoniaco a la vez. 

-“Esas voces todavía me hablan. Es que yo que hablo solo, dormido y despierto, no me puedo callar, tengo que estar contando algo, todavía no sé si en público sucede, sé que en privado lo hago. Me hablo y me respondo, pero no encuentro respuestas muchas veces”.

-¿Son voces que quieren que las ayudes a salir? 

-“En mi caso escribir es hacer eso. A veces son muchas voces y no logro separarlas bien y me confunden. Son siempre voces que me están dictando, no sé si he heredado los problemas mentales de mi familia, pero no me doblego ante ellas no dejo que se impongan, las uso, las escucho”.

-Cuéntanos de David Bowie y su música en la novela, ¿Es más que un refugio para Greg? 

-“Fue muy extraño con él, porque muere en enero de 2016 y unos días antes yo había puesto una publicación en mis redes sociales sobre una de sus canciones, y un amigo me dijo que yo estaba presintiendo su agonía, porque él nunca dijo nada de su cáncer. Conexión con lo que amas, Henry Miller decía que la música es el abrelatas del alma y eso es para mí la música de Bowie, por lo menos la de los 90. Y vengo de una tierra en la que no se escucha a Bowie en las emisoras sino que lo buscas. Yo pienso que la música no es la radio, es lo que tú escoges para escuchar”.

-Raymond Carver, aunque él mismo renegaba de los títulos y encasillamientos literarios, muchos lo tildan como uno de los maestros de algo llamado “realismo sucio”. Hablemos de él en tu obra y su inspiración. 

-“Yo tengo un enamoramiento con Truman Capote que nadie ha logrado quitar, pero Raymond Carver llega con sus cuentos y me da como esa idea de poder decir ‘nada’, contar lo mínimo de algo, poder escribir un texto como me tomo esta cerveza mientras tú me entrevistas, sin un final. Podría ser que te largas, te vas, esos finales inconclusos, pero con profundidad, como una boca abierta en el terror. Cuando lancé mi libro Locas de felicidad, algún reseñista dijo que en Better se nota la tradición de los norteamericanos, sí, yo soy muy del diálogo, de las cosas inconclusas, porque la literatura tampoco tiene que crear nada, menos en esta modernidad, creo que tenemos que simplificar más, ser menos decorativos, yo soy muy decorativo, en ciertos aspectos, y ahora quiero ser un más directo sin tanto adorno”.

-Volvamos al capítulo de los perros jugando al póker: lo pensaste como un mundo paralelo, porque está ahí Holgazán, el perro de Greg, por ejemplo. ¿Es un juego de perspectivas de realidades? 
-“Aunque he tenido experiencias dolorosas con algunas, para mí las mascotas han sido indispensables, son una cosa sagrada, entes que están fuera de nuestra naturaleza, antes de nosotros, y principalmente los perros. Por eso esos capítulos son como un homenaje a ellos”.

-La figura de Prokofiev, el compositor ruso, y sus obras Suggestion Diabolique y Pedro y el lobo aparecen al final del libro. ¿Crees que eres una especie de Prokofiev para la literatura colombiana actual, un irreverente, demasiado moderno para la época? 

-“Él era un adelantado en su época, lástima que después tuvo que rendirle pleitesías al gobierno comunista, pero en esa disonancia de Suggestion Diabolique, por ejemplo, está la inconformidad del músico que dice ‘les doy esto y aunque no se den cuanta aquí está mi inconformismo’. A mí no me han obligado a hacer nada, hasta el momento, y la música seguirá siendo para mí un gran mundo de liberación. Y aprovecho, antes de acabar, para decir que la literatura no es el Hay Festival, ni los grandes encuentros, sino esa gente que esta subrepticiamente arañando el lenguaje, haciéndolo visible si es que se puede”.

Texto escrito para Libros y Letras 

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